25 de enero, Chos Malal
Levantamos el campamento para continuar el viaje. Llegamos a Las Ovejas promediado el medio día y compramos algunas provisiones para la excursión del día. Nos encontramos con la “sorpresa” de que no había combustible, con lo cual, tuvimos que recalcular distancias para ver qué podíamos hacer sin correr riesgos innecesarios. Finalmente continuamos por ripio hasta Varvarco, un pueblo muy pequeño, en el que reconocimos un camping y un grupo de cabañas. Un poco antes, el mirador de la Puntilla, nos permitía intuir al Volcán Domuyo... porque la cima, nublada, nos era vedada. Sobre el mirador de la cordillera del Viento, cabe destacar que resulta muy triste ver como muchos turistas salvajes, destruyen con horribles inscripciones las instalaciones turísticas.
Hacia el medio día llegamos Aguas Calientes. El camino, cabe decirlo, es un ripio muy exigente, no tanto por el volumen de las piedras pero sí por las subidas y bajadas, así como las curvas cerradísimas... en especial la curva de la zeta.
El camino en sí mimo, vale la pena, porque ofrece hermosas vistas de rocas volcánicas con formas extravagantes en las que pueden adivinarse figuras para todos los gustos. Y en especial nos impactó del cajón del Atreuco que nos resultó particularmente bonito.
En cuanto a Aguas Calientes, en verdad, no hay mucho para ver por allí por el momento. Un grupo de cabañas, un camping no habilitado (porque no cuenta con baños públicos) y algunos arroyos de aguas termales, sin servicios ni indicaciones turísticas. Continuando unos pocos kilómetros más, estaban Las Olletas, pero convenimos regresar, dado que unas nubes amenazantes, nos hicieron temer que el camino de regreso podría llegar a volverse muy complicado. Optamos por visitar una zona llamada “los baños”, un lugar en los alrededores en donde un par de piletones de aguas termales hechos con piedras resultan un sitio interesante para relajarse un rato contemplando la inmensidad de los dominios del Domuyo.
Según nos contó luego gente del lugar, el Domuyo no suele “dejarse” así nomás. Y cuenta la leyenda que una princesa de cabellos dorados vive en el volcán, y que un caballo rojo y uno blanco la custodian, cuando alguien pretende subir a la cima, el caballo blanco desata la furia y con su cabalgar hace que se desprendan piedras y el otro provoca tormentas y granizo, para que nadie se atreva a desafiar al volcán. Y casi vivimos en la experiencia propia el sentido de la leyenda porque imponentes truenos rugieron en cuanto comenzamos a acercarnos un poco más...
Lo cierto es que emprendiendo el regreso, el Domuyo decidió dejarse de ver. El cielo comenzaba a despejarse un poco, lo que nos dio la oportunidad de avistar el volcán, cuya descomunal altura no nos decepcionó.
Pocos kilómetros antes del dejar atrás el ripio, un empleado de vialidad que nos detuvo, nos advirtió que una de nuestros neumáticos estaba muy bajo... habíamos pinchado ¡Y no nos habíamos dado cuenta! Así que hubo que usar el auxilio antes de seguir. Más trade, en la gomería de Chos Malal, reconocimos una ramita inocente había hecho de las suyas en el neumático recién estrenado...
Al declinar la tarde habiendo dejado ya el ripio llegamos por fin a Chos Malal, buscamos un hotel en donde hacer pie y reorganizarnos bajo la tutela del Tromen.
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